CRÓNICA DE FIN DE AÑO
Para Carlos, Nirza, María Alejandra,
Mary Carmen, Mónica y Marhú…
Allí estaba yo, alérgica a las multitudes desde muy chica, en el bullicio de la Plaza Francia de Altamira, bailando al son de la Billo mientras esperaba que fueran las doce de la noche, dispuesta, dada la alegría colectiva, a abrazar no sólo a los familiares que estaban conmigo sino a cuanto extraño o extraña se atravesara con mano extendida o brazos abiertos.
El bochinche, al menos para mí, comenzó la noche anterior. Dispuesta a preparar las mejores cremitas del mundo para untar y acompañar el buen vino, atravesé cual samurai moderna los pasillos del abarrotado supermercado caraqueño cercano a la casa de mi hija en Bello Monte. Ubicados los ingredientes, tomada la difícil decisión de escoger si los acompañaba con pan campesino, pancito árabe y/o cazabito que entre nos, no parece cazabe, me di a la tarea de adquirir por instantes el don de la ubicuidad, léase, estar en la cola y en los estantes a la vez, guiada como diría un abogado, por “fines nobles”, como lo era el de garantizar el aspecto gourmet de nuestra incursión familiar nocturna del día siguiente. Mi emoción debe haber sido mayor que la de un maracucho atravesando el puente, pues a mi regreso, mi hija menor me ayudó sin chistar a cortar en juliana todo lo cortable. Llevar poco peso y regresar sin nada era la consigna.
Consigna quebrada cuando mis hijas, Mary Carmen y Marhú, mi hermano Carlos con mi cuñada Nirza, mi sobrina María Alejandra y yo empezamos a organizar al día siguiente envases y bolsitas plásticas de contenidos untables y masticables. Lo bebible se organizó aparte. Al final, parecíamos exploradores urbanos, especie de Indiana Jones bien vestidos. Nos fuimos temprano para estacionar los carros a cien metros de los ojos y conseguir buen lugar para instalarnos. La belleza de la Plaza Francia, no siempre bien tratada por gobernantes ni asistentes, me trajo a la memoria, mi primer y lejano contacto con los patines y con el duro pavimento alrededor de la desaparecida fuente luminosa. Una cuadra más arriba, persiste el edificio Beldevere recordándome que la vida es una espiral que parece círculo.
Después de deambular un rato tras la tarima para ver el pesebre y de desechar varios lugares por improcedentes o pavosos (estar tras los acontecimientos musicales o tener por mesa una caja que resultó ser contenedor clandestino de basura) y de casi instalarnos en tres sitios, optamos por un cuarto cuyos bancos de cemento delimitaban un bello árbol cargado de luces, una especie de tanquilla de cemento que de inmediato forramos con un tapiz de tintorero para transformarla en mesa y algo de grama al que de inmediato califiqué de “nuestro patio”. Serviría a lo largo de la rumba para pasar de un banco a otro, sentarse apoyado en el árbol, colocar carteras y cámaras, la bolsa de basura…en fin como un patio casero en tamaño reducido. Siete personas en tres bancos, Mónica se incorporó después, y una disposición a defenderlos de cuanto ser de cualquier edad y condición física pasara cerca, definió de entrada el ritmo de nuestra noche. Un cuarto banco se dejó al azar de extraños. Por allí desfilaron todo tipo de personajes que iban cambiando rápidamente. Al final, una pareja con acompañante se instaló casi para siempre. Casi, porque los desplazaron en un descuido.
Comenzó la rumba, y el grupo Excelencia Latina tomó la tarima. Su buen ritmo y sonoridad parecía no encajar con su profesión: ¡eran policías! Algo en sus pedidos al público con tono de mando inconfundible nos lo advirtió, así que decidimos acercarnos para ver el tumbao de los uniformados. Acercarse significaba tomar turno y cuidar las bases mientras tanto, no fuera que los intrusos cara de palo se instalaran en “nuestros” bancos. Al regreso, dos seres se habían integrado sin pedírselo: una viejita salerosa que después de proclamar a todos los vientos que la plaza era de todos decidió armonizar, eso sí, sentadita ella, y conversar con Marhú y María, las más jóvenes del grupo y un chico solitario que lo hizo del lado de adentro, hacia “nuestro patio”, sin molestar para nada y que permanecería allí hasta la medianoche a la manera de un miembro autista de una familia excéntrica. Incluso me dio el “feliz año” de manera clandestina. Tomó cerveza callado y a la una, ya movía uno de los pies y conversaba con nuevos nómadas del cuarto banco.
A las siete empezó a llenarse la plaza. A las ocho, teníamos vecinos instalados en los que empezaba a ser espacio abarrotado, con mesas y sillas; cavas, jamones, tortas y cualquier bandeja envidiable. A las diez, era literalmente un mar de gente caminando un viernes santo en la playa. Y nos tocó reforzar la vigilancia. La consigna implícita era no mirar a nadie a los ojos para no conmoverse. Ocupar con trasero, piernas y hasta brazos, cualquier espacio “sentable”. Detrás de mí, horadándome la nuca, permaneció implacable, una mujer con un niño en brazos, otro en coche y marido con botella en la mano. A mi izquierda, se instaló en un golpe de ojo, en los puestos dejados por Marhú y María, que estaban dando una vueltita de conejo, una muralla de nalgatorios con la cual compitieron y casi intimaron éstas por el resto de la noche. A mi derecha, una pareja joven de gordos boterísimos acechó de manera manifiesta y decidida, el banco ocupado por mi hermano y su mujer.
A las once todo era un mar de gente. Mary Carmen, Mónica, Marhú, y a ratos quien escribe, bailaron, eso sí, encaramadas en los bancos. Las luces de todos los colores nos hacían revivir la memoria genética que nos debe habitar desde que los chinos inventaron toda la parafernalia de pólvora y luces. La Billo había llegado y literalmente sacado de la tarima a los últimos teloneros mientras los centenares de asistentes delirábamos, ¡Dios mío! ¡lo que hacen las masas para anular los yoes! , con la “Vaca Vieja” de La Billo y cuanta canción alusiva a navidad y rumba navideña se ha bailado por estos lares desde la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. ¡Medio siglo!... No faltaron los viejitos vestidos de oscurito que al calor de las bebidas nada espirituosas, intentaban bailar con las parejas mucho más jóvenes con ritmo de zamuro comiendo carnita o de pajarito picando alpiste, dando la impresión de que en algún momento quedarían, literalmente hablando, hechos polvo. Me vino a la memoria la imagen de dos generaciones, la de mis padres y la mía, bailando al sonsonete siempre igual, casi monótono, de pasitos brincaos impuesto por la Billo. Entendí el porqué muchísimos universitarios de mi generación la dejamos a las puertas de la universidad y por qué desapareció en los barrios para dar lugar a la riquísima y muy buena musicalmente hablando, salsa dura que invadió el caribe y que en esta tierra prendió como la siempreviva. Llegó y no se fue nunca.
Pero esa noche todos teníamos nostalgia, incluyendo los chamos que ni sabían que cargaban pegada la de los padres y abuelos. Quizás el motor electoral nos dejó exhaustos a todos y una manera de reencontrarnos fue apelando al baúl de los recuerdos de lo que para bien o para mal forma parte de nuestras tradiciones musicales de lo popular urbano. El mar de gente se movía con La Billo pero a ritmos distintos: hubo quien lo hizo con el toque salsoso, de reegatón, merenguiado, valseado, rockero e incluso pop. A las doce, cantando, todos nos abrazamos eufóricos, bailandito, brincandito. No faltaron en la plaza los que moqueando arriba del hombro familiar, berrearon como terneros, o los que se le guindaron como estampilla a cuanta mujer toparon para desearle feliz año. Tampoco el amarguete que tuvo que ir a la plaza acompañando a hijos y nietos que después no sabían que hacer con él.
En medio del lucerío bellísimo, de tanto colorido, humo y copas en alto, en medio de los repetidos abrazos familiares y buenos deseos, alcancé a ver la revancha de la pareja boterísima: habían ocupado sin mucho esfuerzo el banco de enfrente –Nirza y Carlos andaban de abrazos familiares- y ahora brindaban gozosos mirando nuestro patio, en una especie de versión caribeña y navideña de Casa Tomada, de Cortázar. A un costado, un vejete con mirada torva de quien estorba se instaló en la esquina de mi asiento. Ni le miramos, no fuera a ser que se nos pegara algo de su mala vibra. Más allá, varias mujeres de al menos tres generaciones de una misma familia, bailaban con gracia y alegría. Ya no se sabía quién se sentaba, permanecía o no, pero el “patio” permaneció inviolable sin que nadie intentara cruzarlo. Siempre fue nuestro, con su árbol, sus bombillas encendidas, su pedacito de cielo con las luces multicolores estallando allá arriba, su grama, su resguardo de la multitud, su inobjetable calidez que confirmó nuestros más íntimos deseos de contar siempre con un espacio invulnerable y familiar, en donde uno pueda sacar a pasear los unos y los otros que nos habitan.
Marisela Gonzalo Febres-Enero 2007
Mary Carmen, Mónica y Marhú…
Allí estaba yo, alérgica a las multitudes desde muy chica, en el bullicio de la Plaza Francia de Altamira, bailando al son de la Billo mientras esperaba que fueran las doce de la noche, dispuesta, dada la alegría colectiva, a abrazar no sólo a los familiares que estaban conmigo sino a cuanto extraño o extraña se atravesara con mano extendida o brazos abiertos.
El bochinche, al menos para mí, comenzó la noche anterior. Dispuesta a preparar las mejores cremitas del mundo para untar y acompañar el buen vino, atravesé cual samurai moderna los pasillos del abarrotado supermercado caraqueño cercano a la casa de mi hija en Bello Monte. Ubicados los ingredientes, tomada la difícil decisión de escoger si los acompañaba con pan campesino, pancito árabe y/o cazabito que entre nos, no parece cazabe, me di a la tarea de adquirir por instantes el don de la ubicuidad, léase, estar en la cola y en los estantes a la vez, guiada como diría un abogado, por “fines nobles”, como lo era el de garantizar el aspecto gourmet de nuestra incursión familiar nocturna del día siguiente. Mi emoción debe haber sido mayor que la de un maracucho atravesando el puente, pues a mi regreso, mi hija menor me ayudó sin chistar a cortar en juliana todo lo cortable. Llevar poco peso y regresar sin nada era la consigna.
Consigna quebrada cuando mis hijas, Mary Carmen y Marhú, mi hermano Carlos con mi cuñada Nirza, mi sobrina María Alejandra y yo empezamos a organizar al día siguiente envases y bolsitas plásticas de contenidos untables y masticables. Lo bebible se organizó aparte. Al final, parecíamos exploradores urbanos, especie de Indiana Jones bien vestidos. Nos fuimos temprano para estacionar los carros a cien metros de los ojos y conseguir buen lugar para instalarnos. La belleza de la Plaza Francia, no siempre bien tratada por gobernantes ni asistentes, me trajo a la memoria, mi primer y lejano contacto con los patines y con el duro pavimento alrededor de la desaparecida fuente luminosa. Una cuadra más arriba, persiste el edificio Beldevere recordándome que la vida es una espiral que parece círculo.
Después de deambular un rato tras la tarima para ver el pesebre y de desechar varios lugares por improcedentes o pavosos (estar tras los acontecimientos musicales o tener por mesa una caja que resultó ser contenedor clandestino de basura) y de casi instalarnos en tres sitios, optamos por un cuarto cuyos bancos de cemento delimitaban un bello árbol cargado de luces, una especie de tanquilla de cemento que de inmediato forramos con un tapiz de tintorero para transformarla en mesa y algo de grama al que de inmediato califiqué de “nuestro patio”. Serviría a lo largo de la rumba para pasar de un banco a otro, sentarse apoyado en el árbol, colocar carteras y cámaras, la bolsa de basura…en fin como un patio casero en tamaño reducido. Siete personas en tres bancos, Mónica se incorporó después, y una disposición a defenderlos de cuanto ser de cualquier edad y condición física pasara cerca, definió de entrada el ritmo de nuestra noche. Un cuarto banco se dejó al azar de extraños. Por allí desfilaron todo tipo de personajes que iban cambiando rápidamente. Al final, una pareja con acompañante se instaló casi para siempre. Casi, porque los desplazaron en un descuido.
Comenzó la rumba, y el grupo Excelencia Latina tomó la tarima. Su buen ritmo y sonoridad parecía no encajar con su profesión: ¡eran policías! Algo en sus pedidos al público con tono de mando inconfundible nos lo advirtió, así que decidimos acercarnos para ver el tumbao de los uniformados. Acercarse significaba tomar turno y cuidar las bases mientras tanto, no fuera que los intrusos cara de palo se instalaran en “nuestros” bancos. Al regreso, dos seres se habían integrado sin pedírselo: una viejita salerosa que después de proclamar a todos los vientos que la plaza era de todos decidió armonizar, eso sí, sentadita ella, y conversar con Marhú y María, las más jóvenes del grupo y un chico solitario que lo hizo del lado de adentro, hacia “nuestro patio”, sin molestar para nada y que permanecería allí hasta la medianoche a la manera de un miembro autista de una familia excéntrica. Incluso me dio el “feliz año” de manera clandestina. Tomó cerveza callado y a la una, ya movía uno de los pies y conversaba con nuevos nómadas del cuarto banco.
A las siete empezó a llenarse la plaza. A las ocho, teníamos vecinos instalados en los que empezaba a ser espacio abarrotado, con mesas y sillas; cavas, jamones, tortas y cualquier bandeja envidiable. A las diez, era literalmente un mar de gente caminando un viernes santo en la playa. Y nos tocó reforzar la vigilancia. La consigna implícita era no mirar a nadie a los ojos para no conmoverse. Ocupar con trasero, piernas y hasta brazos, cualquier espacio “sentable”. Detrás de mí, horadándome la nuca, permaneció implacable, una mujer con un niño en brazos, otro en coche y marido con botella en la mano. A mi izquierda, se instaló en un golpe de ojo, en los puestos dejados por Marhú y María, que estaban dando una vueltita de conejo, una muralla de nalgatorios con la cual compitieron y casi intimaron éstas por el resto de la noche. A mi derecha, una pareja joven de gordos boterísimos acechó de manera manifiesta y decidida, el banco ocupado por mi hermano y su mujer.
A las once todo era un mar de gente. Mary Carmen, Mónica, Marhú, y a ratos quien escribe, bailaron, eso sí, encaramadas en los bancos. Las luces de todos los colores nos hacían revivir la memoria genética que nos debe habitar desde que los chinos inventaron toda la parafernalia de pólvora y luces. La Billo había llegado y literalmente sacado de la tarima a los últimos teloneros mientras los centenares de asistentes delirábamos, ¡Dios mío! ¡lo que hacen las masas para anular los yoes! , con la “Vaca Vieja” de La Billo y cuanta canción alusiva a navidad y rumba navideña se ha bailado por estos lares desde la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. ¡Medio siglo!... No faltaron los viejitos vestidos de oscurito que al calor de las bebidas nada espirituosas, intentaban bailar con las parejas mucho más jóvenes con ritmo de zamuro comiendo carnita o de pajarito picando alpiste, dando la impresión de que en algún momento quedarían, literalmente hablando, hechos polvo. Me vino a la memoria la imagen de dos generaciones, la de mis padres y la mía, bailando al sonsonete siempre igual, casi monótono, de pasitos brincaos impuesto por la Billo. Entendí el porqué muchísimos universitarios de mi generación la dejamos a las puertas de la universidad y por qué desapareció en los barrios para dar lugar a la riquísima y muy buena musicalmente hablando, salsa dura que invadió el caribe y que en esta tierra prendió como la siempreviva. Llegó y no se fue nunca.
Pero esa noche todos teníamos nostalgia, incluyendo los chamos que ni sabían que cargaban pegada la de los padres y abuelos. Quizás el motor electoral nos dejó exhaustos a todos y una manera de reencontrarnos fue apelando al baúl de los recuerdos de lo que para bien o para mal forma parte de nuestras tradiciones musicales de lo popular urbano. El mar de gente se movía con La Billo pero a ritmos distintos: hubo quien lo hizo con el toque salsoso, de reegatón, merenguiado, valseado, rockero e incluso pop. A las doce, cantando, todos nos abrazamos eufóricos, bailandito, brincandito. No faltaron en la plaza los que moqueando arriba del hombro familiar, berrearon como terneros, o los que se le guindaron como estampilla a cuanta mujer toparon para desearle feliz año. Tampoco el amarguete que tuvo que ir a la plaza acompañando a hijos y nietos que después no sabían que hacer con él.
En medio del lucerío bellísimo, de tanto colorido, humo y copas en alto, en medio de los repetidos abrazos familiares y buenos deseos, alcancé a ver la revancha de la pareja boterísima: habían ocupado sin mucho esfuerzo el banco de enfrente –Nirza y Carlos andaban de abrazos familiares- y ahora brindaban gozosos mirando nuestro patio, en una especie de versión caribeña y navideña de Casa Tomada, de Cortázar. A un costado, un vejete con mirada torva de quien estorba se instaló en la esquina de mi asiento. Ni le miramos, no fuera a ser que se nos pegara algo de su mala vibra. Más allá, varias mujeres de al menos tres generaciones de una misma familia, bailaban con gracia y alegría. Ya no se sabía quién se sentaba, permanecía o no, pero el “patio” permaneció inviolable sin que nadie intentara cruzarlo. Siempre fue nuestro, con su árbol, sus bombillas encendidas, su pedacito de cielo con las luces multicolores estallando allá arriba, su grama, su resguardo de la multitud, su inobjetable calidez que confirmó nuestros más íntimos deseos de contar siempre con un espacio invulnerable y familiar, en donde uno pueda sacar a pasear los unos y los otros que nos habitan.
Marisela Gonzalo Febres-Enero 2007